El librero se apolillo, los libros se echaron a perder.
Caminos y caminos secretos las polillas hicieron, tal vez intentaban aprender a leer.
Las sillas se oxidaron, a pesar de estar tapadas, con trapos viejos.
Las telas de las sabanas nuevas, y colchas, agarraron un color amarillento, en las orillas, más el olor a la alcanforina, que mi abuelita, les colocó.
Eran como unas caniquitas, de color ceroso, claritas, y después de un tiempo, que dizque son para ahuyentar a la polilla, ¿y si se las comen las polillas? Porque luego, se evaporan, y nada de alcanforina encuentras ya.
Y mi tío se enojó.
-¿Por qué no usan lo que compro?
A ver, con lo que me sacrifico.
No hijo, tu eres muy delicado.
Que si se manchan, que si se oxidan, que porque se rayo ese peltre.
Así, ni quien te agarre tus cosas.
Ahí están, son tuyas.
Considéralas en bodega.
Ahora, que si no te gusta eso, pues llévatelas a tu casa.
Ya tienes casa, me lo has dicho al llegar aquí.
Llévate lo de valor.
Y lo que ya no quieras, tíralo.
Prefiero eso, a estar discutiendo.
Y mi tío, me miraba a mí, con aquellos ojos felinos, culpándome de la situación, sin pronunciar palabra.
Su carita pequeña, mejillas hundidas, chupadas, la piel de todo su cuerpo, marcado por manchas de acne, que a pesar de ser tan moreno, se le notaba.
Cuando estaba pequeña, me ponía a sacarle los barros y espinillas, de su cara y pecho.
También me enseño, a quitarle, los vellos de su barba, con unas pinzas.
Que porque así, duraba más sin barba.
Que eso era mejor, que rasurarse.
Mi abuelita, cuando nos vio en esas prácticas de embellecimiento, nos regaño a los 2.
A mí, por muy obediente.
A mi tío, por ocuparme, en sus labores de depilación.
Quien entiende a los mayores.
Todos mandan lo que quieren.
Todos pueden mandar.
Mi tío era muy atildado en su modo de vestir, en su presentación personal.
Dejaba un rastro de perfume, por donde quiera que pasaba.
Y para vestir de lo mejor.
Al salir del baño diario, o si iba a salir algún lado de importancia, hasta 2 veces por día se bañaba, se secaba bien los pies, y se ponía talco, que hasta parecían empanizados.
Igualmente empanizaba su torso y espalda.
Crema abundante en las manos, y en su rostro.
Perfume en su cuerpo, y ropa.
Alhajas, no se diga.
Y de común, las tenía en un líquido limpiador, para que brillara más el oro.
Los zapatos, bien boleados, sin mancha de polvo; el peine, yo tenia que tenérselo muy limpio, del diario debía lavárselo con cepillo y jabón.
Y todos esos gastos, hacía, pues para que tenia 2 plazas, y ningún compromiso con nadie.
Si a su madre, nunca un cinco le dió.
Ni un centavito, nomás para no dejar, siquiera para un refresco.
Le decía, jefa, para que le doy, sé que usted, gana lo suyo.
Para ponerse su ropa, se subía a la cama, para que no se le revolcara ni arrugara.
Y la raya del pantalón, le tenía que quedar, exactamente, apuntando a su dedo gordo, de cada pie.
Si no daba a ese lugar, la señal de la raya del pantalón, se lo quitaba, lo hacia bola con coraje, y lo aventaba al piso.
Pues así era, y así se vestía el tío Urbano.
Impecable.
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