Y todo eso paso en ese pueblo, llamado por todos Pueblo Viejo, ahí donde hay un monumento a Cuauhtemoc, una placita con kiosco, el Retiro de Lourdes, una laguna, una iglesia, una escuela bellísima, una fuente, y un camino que convertido en carretera, que va hacia Tampico Alto, y Ozuluama, y que a unas cuadras del centro, tal vez, a 25 cuadras, largas, se encuentra el cementerio “La Purísima Concepción”.
Ya no hay fosas disponibles en ese panteón.
Ahí se encuentra nuestra abuelita Luz sepultada. Quedo cerca de donde le llaman “el descanso”.
Que es como una casa, con una plancha de cemento al centro, en forma de mesa, donde se puede colocar un ataúd, mientras se hace un oficio religioso.
Por lo regular, en los sepelios de Pueblo Viejo, se acompaña al ataúd a pie. ¡Eso si es acompañar!
Vamos los familiares, llorosos, que casi no vemos el camino por las lágrimas, como dentro de una nube de dolor. No se como no me desmaye cuando acompañe los restos de nuestra abuelita Luz.
Yo tenía 18 años, y sentía, que también me había muerto yo.
Una y mil veces me había advertido, prepárate, ya estoy muy grande, no te durare mucho ya. Te dejo los estudios, que son la mejor herencia, que se puede dejar, no se apolilla, pudre ni se oxida, y nadie te la puede quitar.
¡Pero yo la quería tanto!
Era mi padre, mi madre, mis hermanos. ¡Era todo para mí!
Un doctor militar, que tenía un consultorio, donde antes fue la cafetería “El Gallito”, nos dijo que mi abuelita tenía el corazón, de un tamaño muy grande, y que era muy probable, que solo duraría un año mas de vida.
Salí, que pateaba de coraje de ese consultorio.
Pues que se creía el tal doctor, ¡ni que el fuera Dios!
Acertó en su diagnostico medico
Al cabo de un año, una noche, más bien de madrugada, como a las 2 de la mañana, despertó abuelita, que se ahogaba, que sentía oprimido el pecho.
¡Oh! ¡Pueblo Viejo!
¡Que triste es vivir con tan pocos servicios médicos!
En ese tiempo, solo contaba el pueblo, con 3 consultorios, el del doctor militar, el del doctor Cantu, y el del doctor San Martín, rumbo a la fuente. El doctor Felizardo, hacia mucho tiempo que había fallecido.
Había un centro de salud, por una calle, que corre por atrás de la presidencia municipal. Ese centro de salud, solo habría de 8 de la mañana, a 2 o 3 de la tarde. El doctor militar vivía en Tampico.
El doctor Cantu, ya no vivía al lado de la primaria, ya se había casado y su domicilio se ubicaba rumbo a la orilla del pueblo, como yendo para la laguna.
El doctor que se me figuraba más cerca de nuestra casa, era el doctor San Martín.
Al notar la gravedad de la situación, le dije a mi abuelita… ¡espérame tantito!
La deje sentadita en la cama, frente a la cabecera de otra cama, y le agarre sus manos, y se las puse sobre el tubo de la cabecera de esa cama.
Abuelita… ¡Agarrate fuerte de aquí! ¡Voy por un medico! ¡No tardo!
Y corrí, y corrí.
Volaba por esas calles solas del pueblo.
Rezaba, con una fe, que debo confesar, que debo reconocer, pocas veces he sentido.
Prometí en esas cuadras largas, en que corrí a casa del doctor, quien sabe que tantas cosas. Al llegar a casa del galeno, abro el zaguán, y se presentan unos 4 perros bravos, sueltos.
Yo me había metido a su solar, los mire, y ellos, no se que vieron en mi, que retrocedieron aullando, y con el pelo erizado, al mismo tiempo como espantados.
Me dicen personas de edad, que es porque vieron que la muerte me acompañaba.
Hable rápidamente con la esposa del doctor.
Señora muy atenta, que me dijo, ¡vete a tu casa! El doctor va a ir pronto para allá.
Es lo bueno de un pueblo, todos se conocen. Y de nuevo corro a mi casa.
Me faltaba el aire, sentía los pulmones estallar por el esfuerzo.
Llego, el zaguán de la escuela abierto, la puerta de mi casa abierta también, con todas sus luces prendidas.
Llego con abuelita, la encuentro como la deje, pero mas cenizo su rostro, jalando aire como a bocanadas, se ve en su mirada el gusto, se nota el gusto por ver que yo ya había regresado.
Quito sus manos que aprisionaban la cabecera, que le sirvió de apoyo a su cuerpo.
La abrazo y le digo: ¡Aguanta abuelita! ¡Aguanta abuelita! Ya viene el doctor.
Algo me quiere decir, y al incorporar su pecho, solo su espíritu sale, con una larga y profunda exhalación.
Ha muerto en mis brazos.
Me ha matado su muerte.
Mato mi fe, en Dios, en la vida, en la gente, en el mundo, en todo lo que existe.
Mato mi fe en mí.
¡Oh Dios! ¿Dónde estabas que tanto te suplique?
Llego el doctor, con su esposa, muy amables los dos.
Yo ya le había pasado un espejo por su nariz a mi abuelita, pero ya no tenia aliento que empañara la superficie del cristal.
Ya no tenía pulso.
Sus pupilas, que me veían con tanto amor, ahora eran como cuentas de vidrio inmóviles, dilatas por siempre, como mirando la eternidad.
El doctor me promete el certificado de defunción, para unas horas después.
No habrá autopsia.
No eran tan exagerados con tantos trámites. Eran otros tiempos.
Me preguntaba el doctor, ¿A quien le has avisado? A nadie.
Ves y avisa, aquí nos esperamos, mi esposa y yo.
Salgo corriendo, a casa del maestro Fortunato Sánchez, que contaba con teléfono, era de los pocos que tenían ese servicio en casa.
Y hablo a tu casa, hermana Mely. Contesto papá. Mi papá. Nuestro papá.
¿Como le dices a tu papá, fíjate que acaba de morir tu mamá?
Le dije, pásame por favor a mi mamá Carmela.
Se que papá, cayo de rodillas, llorando, que comento: ¡Mi madre ha muerto!
Lo presintió. La hora, mi voz sin un saludo cariñoso, el no querer hablar con el.
Todo, todo, se lo revelo.
Mamá Carmela, preocupada, me dice, mañana estamos contigo hijita.
Y Mely, mi hermana Mely, recuerda que de tu casa a la mía, eran 8 horas de distancia.
Ya sabiendo el profesor Fortunato Sánchez, lo que pasaba en mi casa, se dejo venir, aviso a algunas personas más, y ya no estuve sola.
Conté con el apoyo de profesores, y de las personas del pueblo.
Nuestra abuelita Luz, tenía siempre dinero en un pañuelito, paliacate más bien, enredadito con misterio, un fajito de dinero, “para la mayor necesidad”.
Con eso pague caja, fosa, todos los servicios funerarios.
Me ayudaron en esos tramites, el maestro Fortunato Sánchez, que me acompaño a comprar la caja a “Funerales Zamarrón”, en Tampico, por las calles del triangulo, se encuentra esa funeraria.
Y la maestra Juanita Calderas, me ayudo con los trámites del cementerio.
Todo, los preparativos de su funeral y entierro pude solventarlos, con lo ahorrado por mi abuelita.
Quien como abuelita, sencilla, humilde, con ropa del montón, pero sin deudas. Y siempre con dinero contante y sonante, a disposición de la mano.
A veces, prestaba, sin interés alguno, y si alguien no le pagaba, decía, mira hijita, pago por ver. Por tan poquito se quemaron.
Cuando salíamos, guardaba el dinero en los sitios más increíbles, como cuando lo escondió en la estufa. Al regresar de Tampico, después de todo un dia, lo encontramos roído de ratones. Pero no se enojo.
Los enseñaba a los maestros, los billetitos roídos, y le decían ¡hay doña Luz! Mejor se los hubiera gastado, o mejor me lo hubiera regalado a mí.
Por eso, cuando el dia de su velorio, hablo a tu casa, hermana Mely, y todavía me contesta papá.
¡Yo exploto! Bueno, ¿Qué haces todavía ahí? ¡Muévete!
¿Qué acaso no era tu madre?
Sabes que estoy sola, los maestros me han ayudado y ya hice todos los trámites. Ya pague todo. Pero estoy sola, no hay ningún familiar conmigo. Ven papá te necesito.
Papá me contesto: hijita, no seas tan dura conmigo.
Tuve que esperar a que abrieran el banco, para sacar dinero, y poder moverme. Ya vamos tu mamá y yo. Aun no existían los cajeros automáticos. Reconozco que soy dura.
La vida ha sido dura conmigo, pero ha sido bueno eso. Me ha forjado.
Un dia platicando con mi comadre Ruth, le comente que yo creo que Dios nos da la libertad de escoger en que familia naceremos, donde viviremos.
Que hay algunos que escogen lo cómodo, lo fácil, la buena vida.
Que nunca sufren una pena, como el discípulo Juan, el más amado.
Y otros escogemos lo más difícil. Yo escogí donde iba a ser mas útil.
He vivido donde mas falta he hecho.
Me considero como aquel soldado, que va a la guerra, y expone su vida una y otra vez. Soy de acción.
Y agradezco la confianza que ha tenido Dios, en mandarme siempre en donde mas falta he hecho.
He estado, donde ha habido felicidad, gozo, alegría, pero también donde ha habido tristeza, soledad, dolor y enfermedad, ahí he estado yo.
Dios me ha mandado.
Ahorita, con mi familia, he tenido un descanso. Miro con alegría mi hogar.
Le pido a Dios que eternice este momento.
Pero el sabe, que yo lo obedezco. En las buenas y en las malas.
Porque cuando estas en un momento critico, como cuando murió mi abuelita, se me olvido el compromiso de obedecer a Dios, y me enoje con El. Y fue mas amargo mi pesar.
Sin mi abuelita, y no queriendo escuchar a Dios.
Es más doloroso cuando le das la espalda a Dios.
El siempre nos ama y nos espera. Nosotros somos los que sufrimos sin apoyarnos en su Palabra.
Somos, como el que lleva una carga, y si nos enojamos, la tiramos, la pateamos, la dejamos tirada a medio camino.
Cuando lleguemos con Dios, nos dirá…
¿Dónde esta lo que te encargue?
¿Dónde esta tu esposo, tus hijos, tus padres? ¿Cómo los trataste?
¿Los dejaste tirados a mitad de tu vida?
¿Y como no querías sentirte triste, amargado, destrozado, vacío y con dolor?
Yo estoy segura de haber escogido esta vida que he llevado.
Mi comadre Ruth me dice, pues si esa vida elegiste, sabes comadre, creo que eres una tonta.
Pero como todos tenemos derecho a creer, en la filosofía de la vida, o en la religión que más nos cuadre, yo seguiré pensando así, y es que me ha resultado positivo, pensarlo así, yo no me siento amargada, ni triste.
Ni derrotada por la vida; ¿Cómo me voy a sentir así? Si estoy convencida, de Quien me manda a mí.
Y continúo con la narración, de esos días aciagos para mí.
Cuando llegaron los niños a sus clases de costumbre, pues empezó a correrse la voz, de que había muerto la conserje de la escuela, doña Luz.
Se iban corriendo a sus casas a avisar, y regresaban, con ramitos de flores de sus patios, de sus jardines.
Yo no sabía a ciencia cierta donde se iba a velar a mi abuelita; si no teníamos mas casa que la escuela.
Que empiezan las dudas, que los niños clases perderían. Y mis familiares que no aparecían pronto.
Y le agradeceré por siempre a don Elías, el dueño de un puesto, que estaba ubicado en la esquina de la plaza, que queda frente a la presidencia municipal de Pueblo Viejo; ahí en su puesto vendían taquitos, pero su fuerte era el pozole y el mondongo.
Su compañero de negocio y ayudante muy eficaz, don Chucho, era un señor, bajito, delgadito, que siempre usaba un gorrito, de rayitas de colores, en forma cónica esos gorritos, hubo ocasiones, en que una borlita coquetita traía.
El dueño del negocio, don Elías, era hijo de doña Genoveva, y doña Genoveva era la propietaria del puestesito, que se ubicaba en la esquina contraria a donde estaba el de su hijo Elías.
Es decir, en la esquina, que se ubica frente a la Iglesia de la Purísima Concepción.
Ahí, también vendían taquitos, había maquinitas de futbolito, de aquellas como mesitas, donde unos monitos vestidos de futbolistas, movías la palanca y rodaban una pelotita para meter goles. Había rockola, y toda la palomilla de huerquillos se juntaban ahí, después de las clases de doctrina, que impartían las catequistas, Doña Guillermina Ramos, Doña Chabela Pego, que vivía al lado de la cantina “La Central” y la señorita Gracia Ostos, que es prima de la señorita Delia.
La señorita Gracia Ostos, continua impartiendo catecismo, tal y como se ha dedicado en cuerpo y alma, durante años y años, en la Iglesia de la Purísima Concepción.
Y también enfrente del negocio de doña Genoveva, se encontraba la farmacia de la “Purísima Concepción”. El dueño era el señor don José, conocido por todos como don Pepe. El de la farmacia.
Y daba de feria dulces, que tenia en unos frascos redondos de vidrio transparente, porque nunca completaba para la feria.
Un tiempo en esa farmacia dio consulta el doctor Felizardo, y luego, consulto el doctor Moisés Ramos Valdiosera, que era militar y llego al pueblo, en servicio activo, y en sus tiempos libres, atendía a los del pueblo.
Ya con la receta, íbamos con don Pepe, a la farmacia en si, y si no había la medicina indicada por el medico, te decía, “tengo esta que es mejor”.
Cuando yo estaba en 4 to. grado, se me presentaron unas “perrillas”, que eran unos abscesos en los parpados, se enrojecían, se hinchaban, luego reventaban en pus, se pegaban los parpados, y cuando se me desinflamaba un parpado, seguía con el otro, y así estuve un tiempo, muy fastidioso tiempo.
Yo atajaba eso con pomadita de antibiótico.
Me decían, eso te salio, porque has de haber estado viendo a los perros hacer “cosas”, por eso salen las perrillas.
Otros opinaban, no, es porque te bañas temprano, y andas mucho en el sol. Es calor encerrado. Con unos baños de asiento se te quitara.
No faltaba quien, opinara, te agarras los ojos con las manos sucias. Pero a mi no se me querían quitar.
Y que caigo en manos de don Pepe. Mire doña Luz, con unas inyecciones de este antibiótico… Y ándale hija, a ver si ya se te quitan….
Y que me dejo, que mas podía hacer, al pararme después del piquete, porque don Pepe, también aplicaba inyecciones, no me podía sostener de pie, y mi abuelita y don Pepe, bien alarmados.
Caminaba como borrachita, veía borroso, y quería vomitar.
Y don Pepe, llévesela doña Luz, necesita la niña descansar.
Pero don Pepe se ve tan pálida.
¡Llévesela! ¡Llévesela!
Y hasta el ayudo a que yo bajara esas escaleras que había en su farmacia.
Me cure de las “perrillas”, y nunca, pero nunca, me han vuelto a salir.
Y digo, ¡Lastima, que no apunte que cosa me inyecto don Pepe!
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