QUEJAS
De 7 a 8 de la mañana, barríamos mi abuelita y yo la calle que el correspondía a la primaria.
Constaba de la calle propiamente dicha, la banqueta, las escaleras del frente y de los dos lados, y el corredor exterior.
En la calle siempre se acumulaba mucha tierra.
En una ocasión, barrí con calma, desde el centro de la calle, hacia la banqueta de la escuela, y forme grupos grandes de tierra.
Era demasiada tierra, así que le dije a un señor, que recogía la basura de las calles del pueblo en un carretón, que por favor se llevara esa tierra.
Y se hacia pato el señor, ¡a la vuelta!
¡Luego, voy muy lleno!
Y ahí iba, con su caballito dormilón, como si fuera caballo lechero, y no recogía, lo que con tanto esfuerzo yo había acomodado en montoncitos.
Y que me lanzo a la presidencia, rauda y veloz, hable con una señorita, que atendía en una oficina de ahí, y presente mi queja ante ella.
Si Luchita, si, ya hablare yo con ese señor.
¡Y quiero que hoy mismo se la lleve!, antes de que el viento la desbalague otra vez.
Y se la llevo el carretón, ¡no que no!
O como cuando, rompían vidrios de la escuela, los huerquillos, si no estaban los maestros, o el director, porque eran fines de semana, o vacaciones, yo me daba la carrera sobre el chamaco infractor, y lo seguía hasta su casa, y rápido, queja a la presidencia municipal.
A poco iba a permitir, que cuando volvieran a clases, ya estuviera la escuela, con vidrios rotos.
La consideraba mi casa.
Y los padres, pero Lucha, para que te quejas a la presidencia, dinos, y nosotros pagamos o mandamos poner el vidrio.
Bueno, entendido.
Cuentas claras y el chocolate espeso.
Algunos chamacos, como en cada salón se vendían golosinas o galletas, para gastos de la escuela, se metían de repente, en las noches, o sábados y domingos, con la ambición de robarse algún dinero.
¡Pero chasco!
No había dinero en los salones.
En mi casa, se guardaba de cada maestro, cajitas y cajitas retacadas de moneditas, hasta le poníamos, 1 ro. A, 2 do. B, 3 ro. A etc. Así, sucesivamente, para identificar de quien eran las cajitas de dinero.
Éramos el banco de los maestros.
Al morir buelita, yo me di tiempo, y entregue a cada maestro lo suyo.
Desde dinero, libros, material importante, laminas, herramientas, que habían dejado en guardia.
Que no dijeran, se murió doña Luz, y quien sabe que paso con el dinero, o con las pertenencias de los maestros.
Una cosa es tener dolor, por una pena; y otra, es pasarse de listo.
A mi me supo criar bien mi abuelita Luz.
¡Y si! algunas personas, intuían donde se guardaba el dinero, mientras se hacia bonche grande, y se depositara al banco, de las ventas de la cooperativa.
En una ocasión, se metió un ladrón a nuestra casa.
Abuelita lo vio, desde un salón, cuando se metió a nuestra casa.
Creyó que era su hijo Toño; y se dirigió rauda a la casa.
¡Hijo! ¿Quieres de cenar?;
Y silencio.
¡Hijo! Te vi entrar.
Silencio.
Que llega Toño, ¿Qué haces mamá?
Te vi llegar, ¿Cómo te diste la vuelta, y por donde?
Toño, hizo la seña de silencio.
Tomo un machete, y busco, en la casita.
3 camas había, la de Toño, la de Ángel, y la de abuelita y mía.
Debajo de una cama, estaba el malhechor.
Toño, con frialdad, le dijo a abuelita, a este lo mato yo.
Y con el machete, le tocaba a la altura de sus costillas del fulano.
Vi su cara de temor.
Debajo de la cama, no podía moverse.
Mi tío, tenia de corazón una piedra.
Sus ojos, verdes, estaban entre coléricos, y con un gusto a poder hacer su voluntad, sobre un pobre cristiano indefenso.
Y abuelita, ¡no hijo!
No te manches las manos, con la sangre de un hermano.
Todos los seres humanos, ante Dios, somos hermanos.
Somos hijos del mismo Padre; no debes derramar su sangre.
Nunca te quitarías esa mancha.
Pero mamá, se atrevió a meterse a nuestra casa; estoy en mi derecho.
¿Y si te hubiera hecho algo?
Hijo, hubiera preferido eso, a que tu te convirtieras en un asesino.
Y nada de lo que existe en esta casa, vale lo que la vida de un ser humano.
No lo hagas, hijo, por favor.
Bueno, que salga de ahí, ¡ese cobarde!
Y salio temblando, el ratero.
Después supe, que era el “Rafles”, o “el manos de seda”, como se le conocía en el pueblo.
Mi tío lo miraba de arriba abajo; casi no hablaba. Había decisión en su mirada.
Lo retaba a que hiciera algo, para descabechárselo.
El ratero, clavaba su mirada al suelo.
Mi tío dijo, pediré que traigan autoridad.
Se encamino a la puerta de la casa, y el ratero, aprovecho, para empujarnos a mi abuelita y a mí, y brincar, por una ventana, que daba hacia el patio donde se localizaba un pozo.
Se corrió la voz, de lo que deseaba hacer mi tío con el intruso; y fue la primera vez y la ultima, que alguien entro a nuestra casa.
Abuelita aprovecho, para días mas adelante, contarme, como en su pueblo de origen, vivía una mujer sola, en una casita de adobe.
Y que unos malhechores, horadaron la pared gruesa de su casita.
Eran 3, los muy valientes, en grupito, contra una mujer indefensa.
Y que tenía su casita, muy lejos del centro del poblado.
Que cuando, ya tenían hecho un agujero de buen tamaño a las paredes de aquel jacal, de los que tienen techo de palma, asomo la cabeza, uno que quería ser el primero, que quería saborear a la mujer.
Y lo que saboreo fue el filo del machete grande en su cuello, que limpiamente cortado, con una guaparra, cayó su cabeza hacia el interior, y su cuerpo, quedo hacia sus compañeros, que temerosos, huyeron de ese lugar.
Bueno, cambiare de tema.
Hablare del regreso de las vacaciones escolares.
De cómo las vivía yo.
Maestros, alumnos, se iban a sus casas.
Los maestros que vivían en el anexo, también.
Para esto, el primer dia laboral cuando regresaban de vacaciones, de julio y agosto a la escuela, se cortaban todos los aguacates del solar de la escuela.
Se llenaban varios baños de diferentes tipos de aguacate, del oloroso, redondo y grande, que por cierto, siempre le salían manchas negras, como lunares.
Era su piel muy delgadita, y el director de la escuela, profesor Jesús Briones, no lo mandaba cortar, por el poder curativo de sus hojas.
El siempre pedía un te de ese aguacate oloroso, y mi abuelita, se lo llevaba diario, a la dirección, sobre todo en tiempo de frío.
Que es bueno, para taquicardias, anemias, algo tendrá, que el profesor siempre lo pedía.
El maestro, cuidaba mucho de su salud, cero refrescos, cero grasas.
Tomaba de un chocolate vitaminado, que tenia un señor, como atlas, al frente.
Y le daba a mi abuelita, frascos de esos para mi.
Muy rico y nutritivo.
Seguido traía pasteles, como los actuales naturistas, y bisquetes.
Y nos daba a mi abuelita y a mí.
Yo lo veía, subir las escaleras, del frente de la primaria “Expropiación Petrolera” imponente su estatura, muy derecho, con su sombrero gris de fieltro, ladeado ligeramente.
Sus ojos, con sus anteojos, de cristal claro, con arillo dorado. Sus zapatos, bien boleados, negros invariablemente.
Su ropa, de corte impecable.
Siempre de manga larga.
Y en tiempo de frío, con saco, ya sea de vestir, o de pana. Y su bufanda ancha que lo protegía en cuello y pecho.
Y en sus manos grandes, en ocasiones traía una bolsita de estraza, con quien sabe que golosinas, que al final de su jornada de trabajo, sobre su escritorio de lamina ponía y le decía a mi abuelita, y señalándome con la mirada, le decía, ahí les dejo eso.
Mi abuelita, le expresaba, muchas gracias, señor director.
Se ponía su sombrero, con una ligera inclinación de cabeza, y se iba, bajaba la escalera, tal como la subía, con prestancia.
Y yo, abuelita, ¡déjame ver! ¿Qué es eso?
¡Deja!
Que el director se suba al carro de sitio.
Hasta que atravesara toda la plaza, y hasta que lo viéramos subir al carro.
¡Eternidades!
¡Deja ver!
¡No! Aprende a tener paciencia, a no ser tan curiosa, y en eso, no faltaba quien le hablara al maestro en la plaza, se detuviera por breves momentos, eternos para mí.
Bueno, seguimos con el regreso de vacaciones grandes, y la cosecha de aguacates.
Había un árbol de aguacate de mantequilla, daba pocos frutos, pero muy grandes.
Estaba el del fondo, que daba cientos de aguacates de cáscara gruesa, otros árboles de aguacate, que se les ponía la cáscara morada, y para que le sigo, un edén.
Se llenaban varios baños de aguacates.
Mi abuelita, se encargaba de contar, dividir en porciones, y luego clasificar por tamaños los aguacates, y en bolsas de estraza, que tenían unos hilos, que las hacían mas macizas, y que servían de agarraderas, los iba colocando.
Las bolsas con aguacates más grandes, para el señor director, y otras bolsas para cada maestro. Del turno matutino y vespertino.
Ese primer dia, el de regreso a clases, no había tales clases, era mas bien de matricular.
Andaba poco alumno, por los patios de la esuela.
También se cortaban tamarindos, y como daban muy poquitos, solo a unos cuantos maestros les tocaban.
Mi abuelita, se encargaba de cuidar todos los árboles frutales en vacaciones; solo consumíamos, los que se caían solos, en picos de gallo, como guacamole, en salsas, etc.
Abuelita decía, no son míos los frutos, son de la escuela y para la escuela.
Y sobraban aguacates de los que caían, los colocaba en filita, en las bardas, donde quien pasara, los pudiera tomar.
También había cosecha de papayas, guayabas, limones, cocos, plátanos, mandarinas, anonas que es un fruto muy raro, primero se queda pelón el árbol, sin hojas, y quedan esos frutos, como piedras duras, que los chamacos, en un descuido, ocupaban para jugar a batearlos.
Ya madura la anona, tiene un sabor como a zapote, pero más dulce, su pulpa es clara y la semilla esta más alargadita.
¡Un manjar!
De esos frutos, no recuerdo su fecha de cosecha, la de los aguacates si.
Empezaban las clases, ¡cosecha de aguacates!
Y me gustaba ver la sorpresa y gusto de los maestros, cuando se iban a sus casas, con sus bolsas llenas de aguacates.
Murió abuelita, y luego, luego, en el primer regreso de vacaciones, ni un aguacate encontraron.
¿Y los aguacates?
Estaban los árboles, pero pelones.
Que los chamacos se metían a robar.
Y los maestros, ¡al que se los comió, chorro verde le debió de dar!
Eran demasiados aguacates, ¿Qué se hicieron?
Me gustaría saber, si alguna otra vez, esos maestros, saborearon un aguacate de la escuela Expropiación Petrolera.
No hubo un solo maestro, que reclamara alguna vez, por la clasificación o repartición que hacia mi abuelita Luz de la cosecha de aguacates.
Sabían de sobra, su forma justa de obrar. A todos por igual, excluyendo por supuesto al señor director que le tocaba de lo mejor y en mayor cantidad.
Como ves Mely, claro que disfrute vivir en la escuela.
Con todo y su carga de trabajo.
Los maestros, eran libres de mandarme a hacer pagos aquí y allá; y lleva esto, y necesito esto. Pero, me gustaba el ambiente de la escuela.
Sus murmullos, incluidos los de los alumnos, los de los pichones, y todo, todo lo que hacia a esa escuela tan especial.
Cuando cada ocasión de festejos, como de dia de madres, del maestro, del soldado, que porque se acerca navidad. Siempre, se viste de un modo, y de otro a los salones, a las paredes, a la escuela, que se vea de fiesta.
Y los maestros, andan presurosos, y los niños, jubilosos.
Y los ensayos de tal o cual bailable, o de la cuerda, o de los concursos de deportes ¡no me aburrían!
Acercándose navidad, los maestros encargaban a cada niño una esferita, de las de antes, de vidrio delgado y color liso.
Las comprábamos en las tienditas del pueblo, envueltas en sus cucuruchos de papel periódico.
Y los árboles de navidad, algunos eran troncos secos de arbolitos, engalanados con mucho algodón, simulando nieve, o se hacían hechizos de conos grandes de cartón, forrados, de sopa de moñitos, pintados estos de aluminio.
O en las paredes, se dibujaba un pino, y luego, cada niño, aportaba tarjetas viejitas de navidad, y todo muy alegre, se vestía a ese pinito de la pared.
O de estropajos de fierro, se desdoblaban, y se hacían campanas, con una esfera como badajo. Cada año era diferente el preparativo navideño.
Y mi papá, y mi mamá, me mandaban regalos.
Primero, el cartero, me traía una tarjeta, con el aviso de un paquete en el correo.
Ir con abuelita, por el camino, que corría desde lo que era la caseta publica de teléfonos, que era atendida por una señorita; entre esa caseta, y la iglesia, de la Purísima Concepción.
En ese caminito de tierra, había infinidad de flores, pájaros, casas alegres llenas de luz, mariposas, el solo recorrerlo, era una aventura.
Como a 6 cuadras, de la plaza, daba uno vuelta a la izquierda, a topar la calle que venia del monumento a Cuauhtemoc, en esa esquina, cruzando la calle, el edificio de un solo piso, de material, era la oficina de correos.
Se usaban en ese entonces, unas brochas y pegamento, que creo que era de la corteza de lo que escurre en los árboles de nogal, así, de ese color vidrioso, era el color del pegamento aquel, que estaba en unos botes en correos; eran para cerrar los sobres y pegar estampillas.
Recuerda, que nosotras siempre, mandábamos cartas y cartas.
Y papá, la letra de sus cartas.
Remarcaba una y otra vez, sus letras.
¿Con inseguridad?
Ya vez, que papá, habla a tramos cortos, y se regresa de continuo en lo que dice, y repite otra vez, buscando en su mente lo más adecuado a decir, precavido, como abuelita.
No papá, no le perdió nada a abuelita.
A lo mejor, refino en algunos defectos.
Pero nadie es perfecto.
Y yo lo quiero así, tal como es.
Y me daban unas cajotas de ensueño.
Enormes, como las de las televisiones actuales de 29 pulgadas.
Y en el camino a casa, pesaban las cajas.
A poco a poco. Llegamos a casa.
No importaba; que vieran que mi papá, se acordaba de mí.
Que ustedes habían ido al otro lado, y escogido papá y mamá, regalos navideños para todos.
Y yo estaba siempre en esa lista.
Yo contaba en esa lista como hija.
Y tal vez, solo en esa lista.
Al llegar a casa, abrir semejantes cajotas, contenían muñecas que hablaban, que caminaban, que tomaban mamila y tenían un hoyito para hacer pipi. Juegos de te, estufitas, cajitas musicales, muñecos inflables. Ropita para muñecas, perfumes, talcos y tantas cosas, para mis muñecas.
Se que tu mamá, escogía lo mejor para mi; escogía lo mejor, con el pensamiento, ella esta muy sola, sola con mi suegra.
Pasara navidades y años nuevos, y cumpleaños sola.
Pero ahí le van regalos, y regalos.
Y ponía mis juguetes, en filita, en la cerca, donde pasaban los pobladores del pueblo, con sus hijos de la mano.
Y chuleaban las muñecas. Y me decían, para halagarme, la muñeca se parece a ti.
Y si eran grandes las muñecas, creíamos que tú eras la muñeca.
Pueblo viejo, es prodigo en piropos cariñosos a los niños.
Y las niñas comentaban papá, ¡yo quiero unos juguetes como los de esa niña!
Y yo pensaba, ¡yo quiero unos padres como los tuyos!
Las vacaciones se me hacían largas y tristes.
Así fueran navideñas o de fin de cursos.
Maestros, alumnos, todos se iban a sus casas.
Incluyendo los maestros, que vivían en el anexo a la escuela.
Los salones, cerrados con candados, solo se abrían cuando se acercaba el inicio a clases, para limpiarlos, y tenerlos listos.
Deambulaba como duende por toda la escuela, con mis juguetes en rastras, en unos carritos, que hacia de cajas de zapatos, a los cuales les hacia un hoyito, de donde partía un mecatito, y así, mis juguetes y yo recorríamos, toda la escuela.
Hasta, que aquella cajita, quedaba destrozada de tanto deambular, y otra caja de galletas, de lo que fuera, ocupaba su lugar.
Platicaba con todo lo que me rodeaba con juguetes, con árboles, con muros, con las nubes, con los rayos del sol, con los animalitos.
Y nada de llorar.
Estaba prohibido.
Desde la vez, en que, una noche, observando a los alumnos de secundaria nocturna, jugar al básquetbol, yo sentada en la orillita de la banquetita, que quedaba frente a nuestra casa, un pelotazo dio en mi rostro, y llore.
A gritos llore.
Y nuestro tío Ángel, el loquito, salio con el machete en mano, dispuesto a matar al que se había atrevido a hacerme llorar.
Me sorprendió la respuesta de mi tío Ángel.
Desproporcionada, a lo que me había pasado.
Completamente, fuera de toda realidad.
Fue todo un logro, calmarlo.
Y abuelita, me regaño.
¿Quieres que tu tío mate a alguien por tu culpa?
Métete, y no salgas de casa, si no sabes soportar los golpes, sean del tipo que sean, si vas a llorar por todo, mejor no salgas de casa.
No nos metas en problemas.
Bastantes tengo yo con tu tío Ángel.
Y prohibido llorar, si moría algún animalito de los muchos que teníamos, ni por pollos, comidos por tlacuaches, ni por una perrita, que llego sola, y se encariño conmigo.
Ni por gatitos, que siempre, aparecían camadas completas, en cualquier rincón de la escuela.
Todavía, hasta hace muy poco, yo seguía con el no debes llorar por un animal.
Le decía a mi hijo, no llores, ¿se murió un perrito? No te apures, conseguiremos otro.
Los vacunaba, desparasitaba, y si se enfermaban o ponían tristones, los llevaba con el veterinario.
Bien cuidados, pero si morían, nada de llorar.
Ya me había hecho a la idea, se va a morir.
Ya hice todo lo posible, no hay remedio.
Y ni modo.
Pero este octubre, próximo pasado, contábamos en la casa, con 2 perritos de 3 años, uno grande hermoso, cruzado de raza fina.
Blanco, con manchas cafés.
Y uno, más pequeño, también blanco, con manchas cafés, también cruzado,pero este con coker.
Los 2 cariñosos, a más no poder.
Juguetones.
A las 6 de la mañana, los deje salir de mi casa, de tu casa, hermana Mely.
Para las 7 un rechinido de carro, un chirriar de llanta, un trancazo seco. A media cuadra, pasa una calle muy transitada, yo estaba en la casa, y ese golpe, y ese aullido de dolor, taladro mis oídos.
Presentí lo peor.
Salgo a la cochera, abro el zaguán y veo venir tendido a mi perrito, al más grande, a mi Remy, y tras de el al mas pequeñito, al Yugui.
Llegando al frente de la cochera, mi perro parando su pecho, se arqueaba de dolor, me miraba suplicando ayuda, yo abrí la reja lo mas posible, y con palabras cariñosas, le decía, ¡Entra Remy! ¡Entra a tu casa!
¡Ándale chiquito! ¡Entra ya!
Y mi Remy, hizo un esfuerzo, entro a la cochera, y ahí, se hecho de golpe y se quedo, inmóvil, estirando sus patitas, blancas, con botitas cafés.
No se, pero mi perro, tenia una expresión de sumo dolor.
Sus ojos, no dejaban de mirarme, como pidiéndome ayuda.
Sus ojos de café claros, tan tranquilos siempre, tan seguros de mi cariño, me suplicaban ayuda, y yo no podía dársela.
Baja mi hijo, ¡mamá! ¿Qué pasa?
¿Qué le pasa a Remy?
Se estiraba Remy, se encogía, y yo rápidamente, a mi hijo le explique, lo que había pasado.
Y le dije, hijo, ¡recemos! ¡Recemos! Pidámosle a Dios, que lo hizo, a Dios, que si es posible, al rato que abra el veterinario de aquí cerca, nuestro perro se salve; pero si no hay remedio, que nuestro Remy, no sufra tanto, de un modo tan inútil.
Y empezamos a rezar, de modo audible, y mi perro nos veía, y yo le decía,
¡Chiquito! ¡Mi Remy!
¡Como quisiera poder ayudarte!
¡Te queremos mucho!
Le pido a Dios por ti, que te ayude.
Y mi perro, nos veía, y aunque nadie me lo crea, y no me importa ser tachada de lucas, mi perro se relajo, y juraría que agradecía oírnos rezar, y así murió.
Su hociquito, quedo estirado hacia atrás, enseñando sus colmillos, y toda su dentadura.
¿Entendería mi perro mi preocupación por el?
¿Se sentiría acompañado?
Porque yo le decía a mi hijo, no te vayas, que Remy no se muera como un perro, ¡solo!
Será perro, pero tiene quien lo quiera.
¡Y no se va a morir solo!
Y murió, cobijado con nuestro cariño, no duro ni 10 minutos su agonía.
Y mi esposo, ¿pues que paso aquí?
¡Y para que lo dejaste salir?
Y llore 3 días, cada que platicaba de Remy, y cada que me acordaba de mi perro, llore y llore.
Llore por perros, gatos, pichones, pájaros, por todo ser viviente, que alguna vez quise y no pude demostrar mi dolor ante su perdida.
Y mi esposo decía, ¿no lloraras de remordimiento?
¿Por qué de remordimiento?
Ni que lo hubiera matado yo.
¡Porque lo dejaste salir!
Pero si no fue la primera vez, cada semana, muy de mañana, le dejaba salir, junto a su hermano.
Llore, porque me cayó muy de repente su muerte.
Lo vi salir corriendo, vigoroso, sus músculos tensos, brincando de gusto, y al rato, agonizando.
Por primera vez, no sentí tener control sobre lo que pasaría después.
Llore, porque quería a mi perro.
Llore, porque no pude quitarle ese dolor, porque me daban ganas de tener enfrente al desgraciado, que le aventó el carro, y decirle algunas frescas.
Que comprendiera, que tal vez, sino hubiera sido mi perro, tal vez, un ser humano hubiera sido el atropellado, hubiera sido la victima inocente de su forma inconciente de manejar.
Que comprendiera, que un carro, así como es útil, también es un arma letal, la mas letal de todas.
Y que por eso, uno debe de ser muy cuidadoso al manejar.
Y a continuación, hablando de perros, les contare algo muy típico, sino único de Pueblo Viejo. Ahí les va, a ver que piensan, y conste que no juzgo, solo digo lo que se.
Que la memoria me puede engañar. Pero esto recuerdo yo, de cuando tenía muy poca edad.
Falta que digan que lo soñé, o que lo imagine.
Es valido dudar de todo, cada persona tenemos modos distintos de percibir varias facetas de la realidad.
EL MATAPERROS
En muchas poblaciones he escuchado hablar del señor del costal, del roba chicos, del coco, y de tantos inventos, a los que recurre la imaginación popular, así como de la llorona, del jinete sin cabeza, del cuco.
Pero solo en Pueblo viejo, supe que existiera el mataperros.
Si el mataperros.
Contratado por “alguien”, tal vez por debajo del agua.
Cada que se venia la canícula, los calores tremendos, y se corría el peligro de que algún perrito callejero, contrajera la rabia, salía este singular señor, que tenia este oficio.
Y todos los habitantes corríamos la voz.
Ya anda el mataperros haciendo de las suyas.
Amarrábamos a los perritos, los encerrábamos, y empezaba el aullar de perros, el chillar.
Pues si siempre andaban libres por todo el pueblo.
Las calles del pueblo se veían mas desoladas, sin la presencia continua de estos animalitos fieles.
El mataperros, vestía camisa de manga larga, pantalón grueso de mezclilla, roto por aquí y allá, por algunos canes que no tan fácilmente se dejaban atrapar.
Botas altas, como para pisar víboras.
Un sombrero para protegerse de los soles.
Una mochila, donde guardaba sus frascos mortales, lazos de diferentes gruesos, y longitud, restos de comida en bolsas. Y que no le faltara el tambor.
Grande, de lámina gruesa.
Veía a un perrito, solo, por esas calles de Dios, se le acercaba con cuidado, le aventaba un poco de comida, a que el animal la oliscara.
Ya perdiendo el miedo la posible victima, la atraía con otras porciones pequeñas de alimento, hasta que la hacia que se introdujera al tambor.
Ahí, en el tambor, tenia mas comida, pero envenenada.
El can la deglutía, y el mataperros empezaba con su macabro rodar del tambor por el pueblo, donde se sentían escalofríos al escuchar los aullidos del perro envenenado.
Para un lado, para otro; hay iba el pobre perro, rasguñando las paredes curvas del tambor.
Ya muertos, le pasaba una lazada por las patas, lo introducía a un costal, le dejaba un momento en una esquina mientras buscaba más victimas.
Luego pasaba con una carretilla, recogiendo los bultos que había dejado.
Algunos chiquillos, agarraban aquello como un juego.
Seguían al mataperros, por varias cuadras, le echaban porras, le avisaban donde había un perrito callejero.
Las madres, al notar la ausencia de sus vástagos, los buscaban, y de las puras orejitas se los llevaban a sus casas.
Pero que andaban haciendo; divirtiéndose a costa del sufrimiento de un ser que aunque no piense (¿será cierto que no piensa?), tiene vida.
A ver, tú, ponte a hacer eso; y tú, arregla allá.
Que tal si se le escapa alguno; el perrito, al sentir los dolores, los puede morder.
Nadie los mando a andar tras el mataperros.
El lo hace por necesidad; ustedes por gusto.
Gracias a ese señor, en este pueblo, ya tiene tiempo que no ha existido un caso de rabia.
Antes del mataperros, un señor, bañándose, como se encontraba alejado de la casa el cuartito, destinado a ese uso, sin techo, una rata, le brinco a un hombro, y una levísima herida le produjo.
No supo si fue mordedura, o solo un rasguño.
No se hizo caso, tenia mucha chamba, solo se enjuago, y posteriormente, al cabo de unos días, murió, por la espantosa enfermedad de la rabia, o hidrofobia.
Hace muchos, pero muchos años de esto que estoy narrando.
Ya no he sabido que exista el mataperros.
¿Por qué en otros sitios no se necesito del mataperros?
O tal vez, si existió, pero fue mas cauteloso.
Tal vez, encerraba a los perritos, en un sitio secreto, donde nadie se diera cuenta que eran sacrificados.
¿Qué es más malo, matarlos haciendo un circo de ello, o matarlos en lo obscurito? Se los dejo de tarea.
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